Thor Björgólfsson pasó de ser el admirado primer milmillonario en la historia del país nórdico a la viva imagen de la codicia que provocó la bancarrota de la isla
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La competencia es dura en estos tiempos, pero Björgólfur Thor Björgólfsson es seguramente el tipo más odiado de Islandia, país hasta hace no tanto escasamente dotado para la rabia. Con su perpetua sonrisa de medio lado, el aire de suficiencia, esa forma de juntar las yemas de los dedos al hablar y el reloj de competición absurdamente grande que asoma por el traje de 4.000 euros, Thor representa bien la imagen de lo que acabó con la bancarrota de una nación que se acostó un día siendo "la más feliz del mundo" y despertó al siguiente en el epicentro de una pesadilla financiera global cuyo final aún no se vislumbra.
Sus poco más de 320.000 compatriotas (la pintoresca y volcánica Islandia tiene el tamaño de Portugal y la población de Vigo) culpan a Thor y a aquellos que son como Thor -una veintena, no más, de banqueros, políticos y empresarios sin escrúpulos que aprovecharon una desregulación sin precedentes para enriquecerse salvajemente- de llevar al país a la ruina con sus negocios en el extranjero, sus arquitecturas bancarias pirotécnicas y sus bonus millonarios. Es más, andan empeñados (y eso sí que es una rareza en el nuevo desorden económico mundial) en que paguen sus culpas con la cárcel.
Thor's saga (La saga de Thor), documental danés, cuenta ahora la historia del primer milmillonario (en dólares) de Islandia, así como la de sus ambiciosos antepasados: el tatarabuelo, Thor Jensen, que llegó con una mano delante y otra detrás de Dinamarca hace un siglo y se convirtió en un hombre rico y respetable, y el padre, Björgólfur Gudmundsson, viejo practicante del arte de la bancarrota y condenado a finales de los ochenta por su creatividad contable al frente de una naviera. En él se recuerdan los carísimos estudios del chico en Estados Unidos tras la detención del progenitor, los dudosos negocios cerveceros en Rusia, las incursiones en la industria farmacéutica, su impune vida en lo más alto de la sociedad londinense y su vuelta a casa en jet privado adornado con el martillo del dios Thor.
Volvía para resarcir el orgullo herido de su familia, un asunto serio en un país cuyos habitantes son capaces de rastrear a los antepasados hasta los primeros moradores de un pedazo de tierra que pasó de ser el país más pobre de Europa (al independizarse en 1944 de Dinamarca) a ser un paraíso de carísimos todoterrenos y segundas residencias. Thor puso a su padre al frente de su recién comprado Lansbanski, uno de los tres principales bancos del país en cuya privatización de 2003 hay que buscar el origen del catacroc de la isla.
Como en las sagas legendarias de los islandeses, cumbre de la literatura medieval universal que claramente inspira el filme (una de las más célebres es la saga de Egil, nombre de la mujer de toda la vida de Björgólfsson), la superación del desprestigio es el motor fundamental en las motivaciones de héroes como Thor. Y el extranjero, ese lugar en el que uno debe triunfar para volver a casa con la cabeza alta. El documental se pregunta si esta vez Thor será capaz de volver a levantar el vuelo. De momento, y pese al desplome de la Corona islandesa y al paro desbocado para los estándares del país, el tipo ha evitado declararse en bancarrota.
Una sala repleta del cine Bíó Paradís, en el centro de Reikiavik, fue el fin de semana pasado testigo del estreno de la película en Islandia, dentro del festival de cine de la ciudad. Los espectadores soltaban risas nerviosas al ver al exprimer ministro, hoy encausado, chapotear ufano entre tiburones financieros, y se revolvían en sus asientos al escuchar a Thor frases exultantes como esta: "Tengo negocios en las tres grandes necesidades de la vida contemporánea: las tarjetas de crédito, los analgésicos y los móviles".
Al término de la proyección, la audiencia felicitaba respetuosamente a la directora, Ulla Boje Rasmussen, por "la fidelidad al alma islandesa en sus peores momentos". Tan malos como los que abren la cinta, en la que se recogen las imágenes, que dieron la vuelta al mundo, de aquel día de enero de 2009 en el que la policía tuvo que emplear ¡por primera vez! desde 1949 gases lacrimógenos en la plaza del Ayuntamiento contra una muchedumbre equipada con cacerolas como única arma de protesta ante el saqueo, la torpeza y la codicia de unos pocos. Unos sucesos cuyos ecos aún escuecen en las charlas de café de Reikiavik, donde los dueños de los bares han desempolvado las recetas tradicionales de la cocina islandesa y las tiendas de antigüedades venden viejas y reconfortantes fotografías costumbristas, postales de un tiempo en el que las cosas no se regían por las traicioneras reglas de la economía virtual.
El País
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