Paul Demarty
01/06/2018Es bastante raro que todo el mundo se de cuenta de pronto de la existencia de alguna legislación abstrusa de Bruselas, pero solo los ermitaños habrán podido ignorar la plaga de correos electrónicos casi idénticos que hemos sufrido en la última semana o dos: todos citando, aunque disculpándose, la normativa de protección de datos generales (GDPR ).
Esta regulación, que ha causado todo este lío, es un intento de unificar las medidas de protección de datos de la Unión Europea ya existentes y reforzar su aplicación. Se han impuesto restricciones sustanciales a la recopilación de información de los usuarios, especialmente 'información de identificación personal' (PII). La multa máxima para las violaciones más graves es de 20 millones de Euros y el 4% de los ingresos anuales totales de la empresa infractora. Se trata de una suma llamativa, y hacen que la regulación valga el esfuerzo.
No es que los usuarios fueran a saberlo. Porque, si bien, desde el más insignificante boletín de correo electrónico hasta Facebook y Google, hemos sido testigos de una orgía de excusas, todo el asunto ha sido un caos total. Mark Zuckerberg, de Facebook, se negó a responder directamente a los eurodiputados sobre si su empresa cumple por completo esta legislación; en todo Silicon Valley y Londres Este y Berlín, se cruzaron dedos cuando la ley entró en vigor el 25 de mayo Algunas empresas estadounidenses simplemente han dejado de dar servicio a sus clientes en la Unión Europea (existe cierta controversia sobre hasta que punto hay que endurecer la purga de europeos de sus sitios con el fin de adaptarse a la regulación). En particular, todo un grupo de periódicos, incluyendo el Chicago Tribune, han dejado de ser accesibles desde las direcciones IP europeas.
No podemos culpar del todo a la UE de ello. El texto de la ley se acordó hace dos años, y es obligación de las empresas prestar atención a los cambios en el entorno regulatorio. La diferencia entre el mundo como era entonces - cuando esa regulación era tan inimaginable que la gente simplemente no se la tomaba en serio - al actual tras ser promulgada, es un importante cambio en la historia de Internet.
El que la industria de la tecnología llore y cruja sus dientes sobre todo esto, no puede ser interpretado más que como una herida auto-infligida en su totalidad. El GDPR debe resolver dos problemas ante todo. El primero es la recurrente violación catastrófica de datos, que supone una enorme ventaja para los ladrones de identidades electrónicas de todo el mundo. Los acontecimientos recientes han confirmado la necesidad de algún tipo de marco para obligar a la gente a cumplir con sus responsabilidades como custodios de los derechos de privacidad ignorados de forma sistemática. Basta pensar en el escándalo de Equifax el año pasado, que puso en peligro las identidades de la inmensa mayoría de la población estadounidense. Equifax ha conseguido escapar prácticamente impune de esta calamidad. La otra cara del problema es la avaricia extraordinaria de datos de comportamiento exhibida por las principales compañías de Internet y sus competidores rivales. El problema no ha hecho más que agravarse desde hace dos años cuando se aprobó la GDPR, con el escándalo de Cambridge Analytica y otros parecidos.
Hay una imagen popular - o por lo menos bastante extendida - de que Internet es un espacio de libertad salvaje y anárquica. El supuesto anarquista Peter Lamborn Wilson, que en su existencia como místico sufí New Age se hace llamar Hakim Bey - definía Internet, entonces en sus primeros pasos, como la último de una larga lista de “utopías piratas”: zonas temporalmente autónomas, donde la gente puede disfrutar de una ráfaga de libertad, aunque este rodeada por un mundo deshumanizado y racionalizado. A pesar de toda la palabrería sufí, los paradigmas de Wilson son muy americanos, de una manera bastante tradicional. Jack Kerouac en su novela En el camino lleva a su héroe a San Francisco a la búsqueda de la autenticidad personal; ahora la búsqueda ha sido domesticada desde su forma salvaje y desafiante de macho-alfa de la generación Beat y transformada en la respuesta standard de cada departamento de marketing del universo, según la cual la auto-realización completa está al alcance de la mano con un frasco de suplementos vitamínicos.
Lo que no ha cambiado es el destino: California, de la que emana la cultura de masas de Internet en su versión más agresiva. Gran parte del lenguaje de la industria de las tecnologías de la información deriva del mito del oeste americano. De hecho, el grupo más importante de defensa de derechos de los usuarios de Internet en los Estados Unidos es la Electronic Frontier Fundación. La autosatisfacción de los autoproclamados ‘pioneros' tecnológicos ha llegado a ser ensordecedora. Y si hay algo que los vaqueros “libres” odian, es la ley.
Ponis de un solo truco
Lo que ponen de manifiesto los recientes problemas de Facebook y similares - y lo que la GDPR pone de relieve aún más - es que los gigantes de Internet no son tan terriblemente innovadores después de todo. Resulta que un buen número de ellos han estado acumulando beneficios gracias a un truco barato: espiando de manera intrusiva a sus usuarios y alimentando con sus datos sistemas informáticos con capacidad de aprendizaje autónomo. En su gran mayoría, los resultados que producen estos sistemas - a pesar de la habladuría sobre las ciudades inteligentes y los coches sin conductor - están destinados a dirigir la publicidad hacia grupos específicos. Las respuestas orientadas, el cabildeo incesante, la avalancha de relaciones publicas dan testimonio de este hecho: Facebook y Google no están principalmente involucradas en hacer algo interesante: actuar simplemente - como un libro reciente sobre ellas revela - como “comerciantes de atención”. (1)
La publicidad en internet es un mundo de pequeños márgenes. El espacio publicitario peligrosamente casi no tiene valor - y los márgenes, por muy pequeños que sean, son esenciales. Facebook y Google compiten en como dirigir los anuncios hacia los usuarios con mayor disposición para aceptarlos. Y esta selección debe hacerse de forma automática, para tener la oportunidad de llegar a sus miles de millones de usuarios, y hacerlo rápidamente. Eso implica construir los sistemas de aprendizaje automático antes mencionadas - o, muy a menudo, su compra mediante la adquisición de nuevas empresas más pequeñas de inteligencia artificial en sus inicios. El problema con el aprendizaje informático es que las máquinas no aprenden con demasiada facilidad. Imagine un niño de corta edad: ve una ardilla por primera vez. Sus padres le dicen: 'Es una ardilla'. Si ve dos o tres ardillas más, será capaz de reconocerlas instintivamente toda su vida. Incluso los sistemas de aprendizaje automático más sofisticados, sin embargo, requieren mucho más ejemplos fiables antes de poder hacer juicios correctos de este tipo. De ahí la avaricia de datos.
La segunda causa no es tan inocentemente 'técnica'. A los apologistas de Silicon Valley y sus imitadores les gusta señalar al mundo de las empresas start-up como una señal de su gran potencial vivificador de un capitalismo claramente en decadencia. Si analizamos como triunfa en realidad una nueva empresa de este tipo respaldada por capital de riesgo, encontramos algo muy diferente: monopolios. Los inversores quemarán dinero durante años sólo si la recompensa va a ser gigantesca, y este tipo de beneficios solo pueden conseguirse de dos formas esencialmente. Una: la empresa consigue un monopolio inatacable sobre algún mercado. Dos: la empresa es adquirida por una empresa ya establecida en el sector por encima de su valor, reforzando la posición de monopolio del titular.
Esto sólo funciona, por supuesto, si una empresa es defendible - es decir, algo bloquea la puesta en marcha de otra empresa innovadora similar, pero cinco centavos al mes más barata, y después otra y otra. Aquí es donde los grandes datos aparecen en escena - junto con las limitaciones técnicas de los actuales sistemas de inteligencia artificial, siendo los primeros, y consiguiendo una gran cantidad de usuarios de forma rápida, en un mercado en el que la IA proporciona una ventaja lo suficientemente dramática como para asegurar una posición de monopolio.
Atraer la atención de los reguladores no era parte del plan, pero era bastante inevitable. Es difícil reprimir una sonrisa ante las dificultades actuales de las empresas monopolistas de internet, cuando su poco transparente modelo de negocios se enfrenta a su primer desafío serio. Ciertamente, cuando se trata de la cuestión de las infracciones de datos, no hay una menor necesidad de la supervisión normativa seria que la que existe - por ejemplo - sobre la higiene alimentaria. Demasiadas empresas han expuesto a millones de personas al riesgo de un fraude a gran escala y se les deja escapar con un mero tirón de orejas en la prensa tecnológica.
Servir a la sociedad
Los problemas con la GDPR tienen su origen en el otro 50% de su objetivo regulatorio: la cuestión de la privacidad. Estamos hablando, después de todo, de una regulación que es sucesora directa del famoso 'derecho al olvido', gracias al cual las personas pueden solicitar a Google que retire resultados desfavorables de búsqueda sobre ellos. Vale la pena señalar que la Cámara de los Lores insertó una enmienda a la Ley de Protección de Datos, que traspasa la GDPR al derecho británico, que permitiría a las personas hacer solicitudes de acceso a los periódicos, obligándoles a entregar toda la información en su poder sobre ellas, acabando de un plumazo con las fuentes anónimas (el gobierno puso reparos, en deferencia a la sensibilidad de sus amigos de la prensa, y la ley no recogió dicha enmienda). No podemos ni imaginar lo que el montón de lacayos pro-sistema y burócratas de toda calaña que son los Lores querían poder 'olvidar' como un derecho ...
A pesar de las enmiendas que recortaron sus peores excesos, la ley parte de premisas lamentables. Como es habitual en la sociedad burguesa, lo que es muy apreciado es el derecho a ser dejado en paz - 'olvidado', de hecho. La palabrería tecno-utópica sobre la anarquía en internet tiene su parte de verdad, que es que la aparición de internet impuso una dosis no deseada de transparencia en aparatos poderosos que no estaban acostumbrados a no silenciar a sus críticos. Mientras no se entendió cómo controlar las cosas, las cosas no fueron controladas eficazmente; todo tipo de travesuras altamente productivas siguieron siendo posibles.
Hay un cierto matiz en el pánico moral sobre Facebook y similares que les deslegitima, en la medida en que permiten contenidos que no son del agrado de sus principales críticos. El problema son los 'trolls' rusos, no los activistas pro-Obama, cuando se trata de explotar las capacidades de clasificación de Facebook de manera más o menos idéntica. No podemos, por supuesto, esperar que los monopolistas de Internet reaccionen de verdad: no pueden ganar dinero con ello. Google y Facebook han llegado a acuerdos muy satisfactorios con regímenes autoritarios mientras olían que habría dinero por medio, lo que no les impedía, al mismo tiempo, presumir de ser el caballo de Troya de la democracia, o cualquiera que sea la metáfora favorita de los idiotas neoliberales hoy en día.
Estamos perdiendo, por consiguiente, ese momento primordial de libertad resultado del salto dialéctico de la capacidad comunicativa de la raza humana en los últimos 20 ó 30 años. Lo qué haríamos bien en desechar junto con esa pérdida es el mito de que tal transformación tecnológica hará el trabajo por nosotros en el plano social. Hay quienes cacarean que la descentralización de las redes sociales y de servicios similares es 'la respuesta' al capitalismo vigilante y al monopolio de los medios digitales. Y en buena medida se solapan con los entusiastas de las criptomonedas, y ambas perspectivas son erróneas por la misma razón. No se puede diseñar, a nivel de software o hardware, un mundo verdaderamente libre. La tecnología está al servicio de la organización social, no es su ama.
Notas:
1) T Wu, The attention merchants: the epic scramble to get inside our heads London 2016.
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