Por: Ramón Lobo
Que nadie se alarme: no es una revuelta islamista. Los que no están muertos están en la cárcel o en el exilio. "Esta es una revolución democrática y laica. Espero que pronto podamos ser la primera democracia árabe", me asegura desde la capital tunecina por teléfono una persona que, por razones de seguridad, debe mantener el anonimato. Pese que se trata de una revuelta popular contra una dictadura, la Unión Europea guarda silencio. También España, que tiene grandes negocios en la zona. Callar y ver por dónde sopla el viento. El arte es estar con el ganador, pero antes hay que saber quién gana. Hay dictaduras de primera y de segunda, amigas y enemigas, útiles e inútiles.
"No hay coches en la calle. La gente los ha aparcado en sus garajes o sacado de la ciudad para que no sufran daño. El Gobierno ha impuesto el toque de queda. Tenemos que estar en casa desde las cinco de la tarde.
Ellos no lo llaman toque de queda, pero Al Yazeera, sí; el Gobierno solo dice que debemos permanecer en casa y que los que trabajan en el turno de noche estarán vigilados. El primer ministro [Mohamed Ghannouchi] ha prometido crear 300.000 puestos de trabajo. Ya no tienen credibilidad. ¿Por qué no lo hicieron antes? Han robado mucho y la gente está harta. La familia del presidente está fuera del país. Su mujer, en Dubai, y su hija favorita acaba de llegar a Canadá. Espero que esto sea el final", continúa la fuente.
Que el presidente Zine al Abidine Ben Alí, ordene investigar la corrupción en Túnez parece una broma, una provocación. Todas las dictaduras terminan así, creyéndose su propio cuento, el cuento oficial. A menudo es el desprecio a sus ciudadanos-súbditos lo que les empujar a fantasear; otras, la inercia de no tener que rendir cuentas ante nadie. Bajo una dictadura se produce una pérdida colectiva de la honestidad. Afecta todos, sobre todo al tirano.
Ben Alí y su esposa Leila Trabelsi, uno de los personajes más odiados de Túnez, se hallan a la cabeza de la pirámide de la cleptocracia y son los principales beneficiarios de ella, según los cables de la embajada de EEUU en Túnez, revelados a través de Wikileaks. En ellos, los diplomáticos estadounidenses les llaman La Familia. Toda inversión extranjera pasa por ellos. Son los brokers, los intermediarios, los dueños de la finca.
Los informes de Aminstía Internacional y Human Rights Watch denuncian, además, la existencia de un Estado policial con cárceles secretas, desaparecidos y censura. En estos días, las redes sociales de Facebook y Twitter, las más usadas por los jóvenes, sufren apagones estratégicos. No son fallos del servicio ni problemas técnicos, es solo la costumbre: no hablar, no ver, no escuchar.
Túnez, pese a su cara amable hacia el turismo, es la dictadura más dura del norte de África. Las protestas callejeras, que comenzaron en diciembre como ciberataques contra varias webs del Gobierno, son la expresión de una hartura generalizada. Pese a ser un país educado (se triplicó el numero de universitarios en la última decada) tiene una tasa de paro del 14%; entre los estudiantes universitarios el desempleo alcanza el 30%. Aun es pronto para saber si los incidentes de estos días con decenas de muertos (más de 50, según la oposición) son algaradas que terminarán apagándose o se trata del inicio de una revolución democrática, de terciopelo, naranja o lo que sea. Ben Alí mide los tiempos entre dos extremos: sobrevivir políticamente y terminar como Ceaucescu.
La muerte de Mohamed Bouazizi, de 26 años, que se quemó a lo bonzo en protesta por su situación económica ha sido la espoleta. El Túnez real, pobre, en paro y sin esperanza, ha salido a la calle. El Túnez del milagro económico que reflejaban todos los estudios de las instituciones internacionales era solo el decorado.
Las medidas recomendadas por el FMI -como la subida de precios- han sido contraproducentes, pues han empobrecido a gran parte de la población. Precios altos y saqueo económico es una mala combinación.
Ben Alí ha utilizado los atentados del 11-S y el peligro islamista como justificante de su política de mano dura. Asusta el ejemplo argelino, con una larga y sangrienta guerra civil y un movimiento islamista radical. Los inversores quieren orden, no importa a qué precio. La mano dura tiene una condición económica, que no la perciban los turistas. Los turistas no miran mucho, solo hacen fotos. Tampoco preguntan, pero detestan la violencia visible. La invisible les parece parece folclore.
Los dirigentes políticos de los países democráticos no son turistas. No deberían mirar hacia otro lado ni comprar gangas en los mercados de artesanía. Los dirigentes occidentales deberían hablar, exigir. Tanta doblez, tanto doble lenguaje diplomatico y doble moral que perdimos el norte: no sabemos quienes somos ni qué defendemos. En Túnez es sencillo, allí defendemos la libertad.
Fonte: Blogs do El País
Nota deste Blog: O grande desafio atual na Tunisia é organizar os movimentos de oposição para dar consequencia prática à revolta democrática.
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