sábado, 24 de abril de 2010
El fracaso de la bossa nova
Crítica de la Argentina
Llegué a Brasilia después de cruzar horas y horas por un mar de soja. Un mar oscuro, verde y petiso. Llegué un domingo nublado y la primera impresión, la que hoy recuerdo, es que no se parecía a ninguna ciudad que conociese. Era todo cielo Brasilia, demasiado cielo, espacios tan abiertos que, al achicar tu presencia en el mundo, te intimidan; un orden pesado; una simetría autoritaria de inmediata eficiencia. Creí entender rápidamente el mensaje que, por otro lado, me resultaba evidente: quien construyó Brasilia avisaba a la historia y a la humanidad (no menos), desde su amplitud y su racionalidad, que ésa no era una ciudad cualquiera.
Ésa era la capital del imperio.
Brasilia se me presentaba más como una demostración de poder que como una ciudad. O, al menos, como la demostración de una intención de poder.
Sin embargo, tardé unos días en entender. Es cierto que el eje monumental, esa ancha franja de césped cercada por dos avenidas que a todo lo largo de sus 13 kilómetros presenta la explanada de los ministerios, la catedral, el museo, el Palacio Itamaraty, todo acomodado simétricamente, coronados por la plaza de los tres poderes, con las sedes del Poder Ejecutivo –el Palacio del Planalto– el Poder Legislativo –esas dos torres angostas paralelas, con un plato hacia arriba y otro hacia abajo– y el Judicial, todo el Estado convertido en alegoría; es cierto que todo eso aparece como una demostración de poderío, algo así un mazazo simbólico contra la libertad individual.
Pero también están las supermanzanas.
La idea del urbanista Lucio Costa, el arquitecto Oscar Niemeyer y el paisajista Burle Marx prefiguraba un 2000 tan distinto de como fue.
Las supermanzanas son cuatro manzanas de edificios de viviendas de no más de tres pisos que rodean una plaza con árboles y juegos comunitarios. Cada supermanzana tenía escuela para los chicos de esos edificios, club deportivo, espacios colectivos bien lejos de los “amenities” de los nuevos edificios porteños diseñados para extranjeros con dinero. Muy rápidamente los brasilienses dejaron de respetar las ansias de los urbanistas y comenzaron a mezclarse y las supercuadras fueron acomodándose a la idea comercial de zonas de bares, zonas de negocios; la caótica vida desdibujó los planos de planes perfectos.
Y ya no todos fueron iguales.
Brasilia fue el resultado de una promesa. En la campaña electoral de 1955, Juscelino Kubistchek andaba por los pueblitos del interior, como cualquier político, prometiendo cumplir la Constitución hasta sus últimas consecuencias. Llegó, el 4 de abril de 1955, a un lugar perdido en el estado central de Goiás, Jataí, y prometió, claro, respeto a la Constitución. Un votante le dijo entonces que, si leía bien la Constitución, iba a ver que ahí decía que había que llevar la capital de Río de Janeiro al centro del país. Juscelino no perdió su sonrisa sempiterna y contestó: “Haremos la capital tal cual lo exige la Constitución”. Su construcción fue el eje del Plan Metasíntesis, eje de su gobierno, el que prometió adelantar cincuenta años en cinco, el que por su impulso renovador le dio a Juscelino el apodo “Presidente Bossa Nova”, el de la industrialización, el que hizo que se recordara esos años como “los años dorados”.
Nació así, como la llamó André Malraux, la Capital de la Esperanza, una ciudad utópica, sin clases sociales, donde todos fuesen iguales, donde todos fueran hermanos.
Algo así fue su comienzo. Desde todas las partes del Brasil más pobres llegaron los pioneros (retratados en una magistral escultura en la Plaza de los Tres Poderes), buscando trabajo, comida, un lugar en el mundo. Brasilia fue para muchos desarrapados ese lugar en el mundo. Y se mezclaron con los intrépidos del planeta que buscaban lo mismo, entre ellos la argentina Mercedes Urquiza, tataranieta de Urquiza, hoy adorada en Brasilia, casi como “la madre de la ciudad”.
Cincuenta años después, ahora esta semana, el sueño terminó.
Nadie podía imaginar que quien encabezaría el desfile de celebración del medio siglo fuesen Mickey Mouse y el Pato Donald.
Pero es lo que ocurrió.
Oscar Niemeyer, con 102 años, dijo dolorido desde Río de Janeiro al sitio Portal Vermelho: “Es claro que la evolución que tuvo la ciudad me entristece. Brasilia cambió bastante en relación a aquel clima de unión y solidaridad que reinaba en sus tiempos originales, cuando construimos los primeros edificios públicos. Vivíamos en aquella época como una gran familia, sin prejuicios ni desigualdades. Nos unía un ambiente de confraternidad proveniente de una falta de confort igualitaria. Una vez inaugurada Brasilia, llegaron los hombres de dinero y todo se modificó. Nosotros mismos terminamos por volver, gradualmente, a los hábitos y prejuicios de la burguesía que reprobábamos”.
Brasilia como el sueño que no fue.
Y el desfile encabezado por Mickey Mouse y el Pato Donald.
Algo más arruinó lo que podría haber sido una gran fiesta. José Roberto Arruda, gobernador del estado, encabezó una mafia de corrupción que fue tan vista por televisión en todo el país que no tuvieron más remedio que meterlo preso aun siendo gobernador. Fue destituido en prisión.
Quince días antes de los festejos, fue puesto en libertad. La pancarta que más se vio esta semana en los festejos fue “Cincuenta años de Brasilia y para celebrar, soltaron a la pandilla”. La protesta hizo que el presidente Lula decidiera no aparecer por los festejos.
Por esas cosas increíbles que tienen los viajes, aquella vez que fui a Brasilia, la terminé viendo desde un lugar al que poca gente puede acceder. El techo del edificio del Congreso. Estuve en la terraza de uno de esos palitos –espero que revelarlo públicamente no ponga en riesgo al muchacho que gentilmente abrió la puerta del ascensor y permitió que llegara ahí donde sólo van los que tienen que hacer algún trabajo de mantenimiento– que coronan el eje monumental. Estuve en el techo de Brasil y pude ver el sueño y pude ver la pesadilla. Allá a los lejos, el Palacio Alvorada, los lagos que fueron ordenados para el mejor drenaje de la zona, el puente Juscelino Kubistchek –considerado el puente más lindo del mundo– y todo alrededor del Plano Piloto, decenas de ciudades satélites donde nada –nada– de la comodidad de las supercuadras se puede ni siquiera intuir. Pude ver, como dijo Niemeyer “la intolerable división entre pobres y ricos”.
Y ahí arriba, asombrado, me contaron el final de la historia de Juscelino Kubistchek, que vivió en Brasilia muy poco tiempo, ya que al terminar su mandato se fue de la ciudad y después, por orden de la dictadura militar, ya no pudo regresar. Cuentan que una noche de lluvia, casi por casualidad, clandestinamente, volvió a Brasilia, que era ahora la capital del país de los militares y ni el temporal pudo desdibujar las lágrimas en su rostro.
Hoy, sus restos descansan en el Memorial JK, en el extremo opuesto de la Plaza de los Poderes. No sé por qué cuando entré ahí, en una sala de color rojo, con el recuerdo de su sonrisa, lloré un poco. Quizá porque también me había ilusionado con el triunfo de la bossa nova.
NOTA DO BLOG: Esta postagem é dedicada a meu amigo Álvaro Magalhães.
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Obrigado pela lembrança, Omar. Como se chama o(a) autor(a)? Bem, a prova que o autor é argentino é que ele(a) chora no fim da história. Carioca faria uma piada, mas dificilmente conseguiria ligar a Bossa Nova à Brasília. O enfoque do autor é interessante, pois assim como Brasília era um sonho modernista que virou pesadelo para muitos, um modelo de segregação e autoengano, a Bossa Nova, tão popular e tão sofisticada ao mesmo tempo era uma promessa de música pop que teve alguns frutos ótimos (como a fase áurea da mpb) e que acabou na meleca que temos por aí, dos axés, sertanejos, funk carioca, rock brazuca, etc. Pra não ficar com critérios subjetivos, o fato é que há tempos não temos um músico pop de expressão mundial, como foi o Tom Jobim ou João Gilberto. Como diriam os cariocas: "complicado, mermão, complicado".
ResponderExcluirCaríssimo Álvaro,
ResponderExcluirEsse texto eu achei na Página/12. Procurei o(a) autor(a) porém eles esqueceram de citar.
Abraço