quinta-feira, 10 de junho de 2010

Israel y el antisemitismo


Varias unidades de las fuerzas israelíes asaltaron la semana pasada una flotilla de buques desarmados que pretendía romper pacíficamente el bloqueo de Gaza. Todo ello sucedía en aguas internacionales, con flagrante vulneración del derecho. Total, nueve muertos en la tripulación de la flotilla y ninguno en las tropas asaltantes: una desproporción que revela la iniquidad del ataque. Las armas que encontró Israel en la flotilla turca eran simples cuchillos de cocina. Fue peor que un error: fue un crimen. Uno más en aquella zona de inacabable violencia.

Francesc de Carreras, para La Vanguardia

Como siempre sucede en estos casos, las críticas a esta acción israelí han sido consideradas un signo de antisemitismo. Por lo visto, criticar a los gobiernos israelíes tiene un límite que establecen unos infalibles detectores de antisemitismo con vocación de censores. Para ellos, cualquier crítica al Estado de Israel suscita sospechas. Mediante esta coacción moral, se intenta limitar la libertad de expresión de los críticos: su versión de los hechos siempre es considerada sesgada, cargada de prejuicios, de un latente racismo, en definitiva, se trata del antisemitismo de siempre.

¿Qué hacer ante este chantaje? Simplemente no ceder, no dejarse influir, seguir razonando sin complejos. Quizás –paradójicamente– seguir el ejemplo de muchos judíos a lo largo de la historia: aquellos que no han cejado en el empeño de ser judíos a pesar, no ya de las críticas, sino de las persecuciones.

Efectivamente, la persecución de los judíos, por el mero hecho de ser judíos, no es ningún mito, sino una verdad histórica irrefutable. El judaísmo es una religión y, a la vez, una cultura y unas costumbres. Practicar esta religión y estas costumbres no ha sido fácil. Todo empezó en la antigüedad más remota, con el patriarca Abraham arribando a Canaán, hoy Israel, tal como cuenta la Biblia. Después la huida a Egipto hasta su vuelta a Canaán, la tierra prometida. La peculiaridad judía de aquellos tiempos era que se trataba de una religión monoteísta frente al politeísmo reinante. Los judíos adoraban a un dios que no tenía ni las formas ni las características de los humanos, como era el caso de los dioses griegos y romanos. Era un grupo raro en aquellos tiempos y por eso fueron perseguidos.

No les cambió la suerte con la aparición y la posterior expansión del cristianismo. En la unidad cristiana medieval, los judíos fueron la única minoría no cristiana de Europa. A pesar de un origen común, no adoraban al mismo dios que los cristianos porque no creían que Jesucristo era el Mesías esperado. Iglesia y sinagoga eran símbolos opuestos. El Evangelio ya maldice a los judíos y san Juan Crisóstomo dice de ellos: "La sinagoga no sólo es un burdel y un teatro, es también una cueva de ladrones y un antro de bestias salvajes...". Es sólo un ejemplo.

En la edad media los judíos se convirtieron en el chivo expiatorio de cualquier conflicto y sufrieron las consecuencias: la eliminación física –pogromos–, la segregación en las ciudades –los guetos o juderías–, expulsiones continuas –la diáspora–. Podían haberse salvado con el protestantismo, pero Lutero fue un antisemita convencido, no menos que la Santa Inquisición. En todos estos casos, se les perseguía en nombre de la religión cristiana.

Con la Ilustración se empezó a cambiar de criterio: la igualdad política los convertía en ciudadanos. Ello se acentuó con las revoluciones liberales: en Gran Bretaña, en Estados Unidos, en Francia, después en toda Europa. Sin embargo, los judíos empezaron a destacar en las finanzas, en las profesiones liberales, en el mundo del pensamiento. Empezaron a disputar el poder social y económico a las élites tradicionales y conservadoras de los distintos países. Con éxito, con mucho éxito.

Fue entonces cuando se conjugaron dos factores en su contra: por un lado, el nacionalismo romántico alemán; por el otro, las teorías raciales con pretensiones científicas. Se les consideraba traidores a la patria –eran "un Estado dentro del Estado", según Fichte– y, además, ya no sólo observaban una religión distinta, sino que pertenecían a una raza distinta dentro de un mundo, según algunos, de razas enfrentadas en las que, a la manera darwinista, sólo sobrevivirían las más aptas. Ahí empezó la persecución racial en el mundo germánico a mitad de siglo XIX, que se acentuaría con la primera guerra europea y culminaría con Hitler y el holocausto, el mayor genocidio de la historia.

La historia de los judíos ha sido, no cabe duda, una trágica historia de persecución, discriminación y segregación. Pero ello no implica que debamos permanecer callados ante los desmanes de quienes hoy dirigen Israel, que son judíos pero no son todos los judíos y ni siquiera representan a los judíos. La historia nunca puede justificar las injusticias del presente. No se critica al Gobierno de Israel por razones religiosas ni por razones raciales –las dos principales causas del antisemitismo–, sino por sus actuaciones políticas concretas. No es antisemitismo. Incluso no son antisemitas quienes dan argumentos razonables para poner en duda la oportunidad de la ONU al crear, hace más de sesenta años, el Estado de Israel.

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