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Georg Blume · · · · ·
Hasta hace poco los “samaritanos atómicos” de Fukushima estaban en boca de todos. ¿Quién se acuerda hoy de ellos?
Se ha hecho tarde en este karaoke de Fukushima. Ihsaka duerme. Ha bebido mucho: primero cerveza, luego sake. Ahora duerme enroscado encima de un sofá de felpa azul. Los cabellos, largos, grises, caen sobre su cara demacrada, cubriéndola. Viste un hanten, una chaqueta tradicional japonesa para el invierno, y calza zori, las típicas sandalias de madera. Ante él varios vasos, una botella para el sake y un bol con patatas fritas prácticamente intacto. El televisor está conectado, sin sonido.
Cuando se insertan los códigos para las canciones, vuelven a sonar las viejas canciones de los cincuenta y sesenta que tanto gustan a Ihsaka. Se las sabe de memoria. Tratan sobre el amor fraternal y la justicia, de los anhelos de la mafia japonesa. Ihsaka ha estado cantando toda la tarde, luego ha sucumbido al cansancio y el alcohol.
“Soy un yakuza”, me ha dicho Ihsaka en el transcurso de la tarde. Yakuza. Mafiosos, gente que pertenece a un medio en parte criminal y en parte socialmente integrado. Normalmente los yakuza no hablan de sus orígenes, pero Ihsaka sólo oculta su nombre.
Es un caso especial, porque se encuentra en una misión. “Lo que yo hago, es una pequeña contribución”, dice después de varios vasos de sake. “Si no hiciese mi trabajo, los niños nunca podrían volver a jugar en Fukushima”. A diferencia de otros, él ha venido como voluntario a Fukushima. Ihsaka es una especie de “samaritano atómico”.
Aldea-J
Desde el verano pasado Ihsaka trabaja cuatro días a la semana en la zona contaminada de la central nuclear de Fukushima. Vive en un hostal para turistas a una hora de distancia al sur de la ciudad. De hecho se trata de un barrio de lujo, pero debe compartir la habitación con tres colegas. Ihsaka se siente incómodo en estas estrecheces. Por eso es feliz cuando puede pasar una tarde en el karaoke.
En el lugar de vacaciones Yuzawa-onsen, en la preferectura de Fukushima, los trabajadores de la central nuclear han sustituido a los turistas, que han dejado de venir. En los días de trabajo Ihsaka se levanta a las cinco de la mañana. Un minibus de los yakuza lo transporta junto a sus colegas hasta la Aldea-J. La Aldea-J fue el campo de entrenamiento de la selección femenina de fútbol japonesa, que ganó el campeonato mundial en Alemania. Hoy es el centro de mando para los trabajos de limpieza y reparación en los reactores dañados. 5.000 personas trabajan en la Aldea-J a tan sólo 20 kilómetros de los reactores nucleares.
El minibus de Ihsaka se detiene en un enorme aparcamiento junto a cientos de autobuses, en cuyos parabrisas traseros aparecen las marcas de las grandes firmas: Mitsubishi, Toshiba, Hitachi. Todo el empresariado japonés colabora y los autobuses traen a sus trabajadores al lugar. Pero también los yakuza pertenecen al tejido empresarial japonés. Ninguna de las 50 centrales nucleares se hubiera construido sin ellos. Las bandas mafiosas monopolizan desde hace décadas el mercado laboral como mediadores entre los peones y las grandes construcciones. Los trabajadores empleados por la mafia han de desempeñar los trabajos peor pagados, que en ocasiones también son los más peligrosos. Si ocurre un accidente, la red mafiosa oculta las consecuencias. Por esa razón los yakuza son tan necesarios en Fukushima ahora. Si uno de sus trabajadores muere más tarde por culpa de un cáncer causado por la radiación radioactiva, las investigaciones nunca llegarán a buen puerto. Sin embargo, hay contratos de trabajo de por medio. En principio todo es legal.
Ihsaka pertenece a una cuadrilla de ocho hombres. Su jornal es unos 150 euros más alto que el de un obrero normal. Se reúnen en el aparcamiento, entran en la zona de exclusión más allá de la Aldea-J y desde allí son conducidos a los reactores. Su tarea consiste en limpiar los edificios, conductos y ruinas: todo lo que queda de los reactores destruidos. Los colegas de Ihsaka son cualquier cosa menos voluntarios: la mayoría de ellos han contraído deudas con los tiburones crediticios de la mafia y por ello deben aceptar cualquier trabajo que les proporcionen los yakuza.
Sin traje protector
Nadie ajeno a las labores de limpieza puede acompañar a los trabajadores a la zona de los reactores. Hasta la fecha los periodistas sólo han podido visitar el lugar de la catástrofe en grupo y bajo la estricta observación de Tepco, la compañía operadora de las centrales nucleares. Ihsaka está cuatro veces a la semana en el lugar y puede hablar de ello.
Normalmente él y sus colegas visten unos pesados trajes protectores y llevan consigo un dosímetro al trabajo. “Tenemos que llevar traje y máscara, pero no siempre lo hacemos”, dice Ihsaka. Ahora en invierno el traje no molesta. Pero hace unos meses, a finales de verano, cuando el grupo de Ihsaka llevaba los escombros de los reactores de un sitio a otro, el traje les dificultaba transportar los objetos más pesados. Además, los trabajadores sudaban con ellos. “Entonces vi a menudo los tatuajes de mis colegas”, dice Ihsaka. Lo que quiere decir que trabajaron sin la parte superior del traje protector junto a los reactores contaminados. Ihsaka recuerda que nadie le instruyó sobre cuál es la mejor manera de moverse llevando un traje protector.
Hasta hoy los ocho hombre del grupo de Ihsaka vigilan que cada uno de ellos tenga al final del día la misma dosis de radiación en el dosímetro. “Cuando he recibido 1'1 milisievert y mis colegas sólo 0'9, entonces cambiamos durante un rato nuestros lugares de trabajo”, dice Ihsaka. Lo que preocupa a estos hombres no es tanto las elevadas dosis de radiación como si tendrán trabajo al día siguiente. Quien recibe demasiada radiación, al día siguiente es apartado del trabajo y no recibe ningún salario.
La dosis máxima de radiación a la que un trabajador de una central nuclear en Japón puede exponerse se encuentra en los 100 milisievert anuales. Desde julio, Ihsaka ha acumulado según sus documentos de trabajo 70 milisievert. Así que aún puede seguir trabajando. Cuán grande es el peligro para él, no quiere saberlo. “Obviamente, soy un conejillo de indias para ellos”, dice. Pero eso no parece molestarle.
Ihsaka tiene un motivo para aceptar los riesgos de la radiación nuclear. Hasta el verano pasado, trabajó durante 29 años como cocinero en Tokio. No era ningún yakuza activo, pero pertenecía al medio. Su mujer lo abandonó. Sólo su hija mayor siguió a su lado para ocuparse de él, después de que hace un año contrajera una grave pulmonía. Permaneció inconsciente durante días, pero su hija estaba junto a él al lado de la cama. “Fui salvado y ahora estoy aquí para salvar la vida de los niños de Fukushima. Quiero que así quede el recuerdo de mi hija”, dice Ihsaka quien, de hecho, quiso trabajar como cocinero para los evacuados de Fukushima. Pero entonces encontró a través de sus contactos el trabajo en la zona del reactor.
Secretismo
Ni ha estudiado ni ha recibido formación alguna. Lo de cocinero lo aprendió por sí mismo. Pero Ihsaka es un hombre meditabundo. Espontáneamente, habla toda la tarde en el karaoke sobre Hiroshima y Nagasaki. Muy pocos japoneses lo hacen con relación a Fukushima. Ihsaka piensa que los americanos llevaron a cabo todo lo posible tras el lanzamiento de las bombas atómicas para mantener en secreto las consecuencias de la radiación atómica.
De hecho, todas las investigaciones del conocido hospital para la radiación americano en Hiroshima estuvieron clasificadas durante décadas. “Y con el mismo secretismo actuamos nosotros los japoneses hoy tras Fukushima”, afirma.
Por eso habla tanto esta tarde. No quiere más secretos. Aunque haya debido firmar antes de aceptar el trabajo una cláusula por la que promete no informar a los medios de comunicación de su actividad, ahora rompe conscientemente esa norma. “Se lo contaría con gusto a todo el mundo”, afirma.
Tras la catástrofe nuclear los trabajadores de la central fueron tenidos por algún tiempo en la opinión pública como héroes. Pero no obtuvieron ni de lejos la fama de, pongamos por caso, los bomberos neoyorquinos tras el atentado a las Torres gemelas. Por eso mismo Ihsaka es a un mismo tiempo un criminal político y un entrevistado agradecido. Sin embargo, si no tenemos en cuenta un par de noticias muy generales del New York Times sobre las condiciones de trabajo de los trabajadores de la central nuclear, apenas hay historias sobre los héroes de Fukushima. ¿Acaso sus historias no merecen la pena ser tenidas en cuenta?
Cuanto más habla Ihsaka en el karaoke, más se da cuenta de cuán impresionante es su propia historia. Las preguntas de los periodistas le dejan perplejo. ¿Por qué le preguntan por los colores y los motivos de los tatuajes de sus colegas? Ihsaka llega una y otra vez al punto en el que no quiere responder más preguntas. Se disculpa diciendo que le gustaría explicar más, pero tiene que pensar en su contrato para la compañía Tepco. No quiere que le fotografíen. Pero al día siguiente se despide una vez más del reportero en un modesto establecimiento de fideos. “Estoy sólo”, reconoce. “Echo en falta hablar con alguien.”
Georg Blume informa regularmente sobre Asia para el tageszeitung.
Traducción para www.sinpermiso.info: Àngel Ferrero
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