quinta-feira, 23 de agosto de 2012

Trotsky, un hombre de estilo

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Por Eduardo Grüner, para Página/12

Opinión

En uno de los films de la estupenda Tetralogía del Poder de Alexander Sokurov, Stalin visita a un Lenin ya casi agonizante en su dacha, y le entrega un bastón con el puño exquisitamente labrado, que le envía de regalo el Comité Central. Compungido (cínicamente, hay que entender: al ascendente Stalin no se le puede escapar la simbología de regalarle un bastón al declinante Lenin), le informa que se había pensado inscribir en él una dedicatoria: al más grande hombre de la URSS, padre del socialismo, héroe titánico de la revolución, cosas por el (deplorable) estilo. El problema es que una decisión tan importante (¿?) requiere el voto unánime de todos los miembros del Comité y ha habido un voto en contra. Lenin lo interrumpe sin vacilar: “Ya me imagino: Trotsky”. La tragedia que ya ha empezado a atravesar a la Revolución Rusa está plenamente condensada en este episodio –sea verídico o imaginario–: poco tiempo después Lenin estará muerto, Trotsky será un paria, Stalin transformará el gobierno de los soviets en su personal dictadura burocrática y sanguinaria. La anécdota también pinta de cuerpo entero una posición política e intelectual de Lev Davidovitch Bronstein (a) Trotsky: los liderazgos son respetables y necesarios, pero la causa revolucionaria, llevada adelante por las masas en su conjunto, no puede ni debe reducirse al culto de la personalidad, así la “personalidad” sea el mismísimo Lenin. Cuando eso termina triunfando, se puede decir que ya está casi todo perdido. Las personas sin duda existen: no hay dos hombres que sean iguales, los “estilos” (políticos, literarios, lo que fuere) de los líderes pueden hacer mucha diferencia en la historia. Pero la diferencia es en la historia: los individuos y las masas la hacen, en condiciones que no pueden elegir –para hacer una cita canónica–. Tampoco pudo elegirlas Trotsky. Pero sí eligió no traicionar la parte de la historia de la que había sido un protagonista central. Y no traicionarse a sí mismo, ni siquiera –y quizá sobre todo– en el “estilo”.

También elige, Trotsky, escribir su autobiografía (en 1929, ya en el exilio, del cual sólo saldrá con su asesinato por los esbirros de Stalin en 1940) en primera persona. Y titularla Mi Vida. Ese hombre se piensa a sí mismo como, nuevamente, persona: no deja de lado las singularidades de su existencia, sus pasiones, angustias, placeres, gustos. Sin embargo, lo que ocupa el centro de la escena, prácticamente en cada página, es su persona política: aquellas singularidades “existenciales” nunca dejan de serlo, pero están atravesadas y “sobredeterminadas” por el papel que cree le ha sido dado cumplir en la historia que, lejos de ser un “ya fue” (como reza cierta sintomática jerga actual), es una historia en curso, en la cual hay que “seguir participando”, y en la primera línea. Con mucha frecuencia, y con razón, se ha señalado la pasmosa personalidad de alguien que, mientras dirige el Ejército Rojo en medio del fragor de la batalla revolucionaria, escribe Literatura y Revolución. Es decir: con una mano, apunta los cañones o diseña las cargas de infantería al mismo tiempo que debate la lógica política de las decisiones militares (porque no es un “militarista”, sino alguien a quien la política y la historia han obligado a tomar las armas); con la otra –caso único de apertura intelectual entre los grandes dirigentes revolucionarios– teje palabras para hablar de Tolstoi, Maiakovski, Gorki o Gogol, pero también de Céline, de Silone, de Jack London o de Malraux, y para defender –con las reservas y matices que correspondan, pero defender al fin– cosas tan poco “proletkult” como el surrealismo, la literatura de vanguardia o el psicoanálisis, y en general la libertad más absoluta en el arte, la literatura, la filosofía o la ciencia.

El título mismo, Mi Vida, adquiere pues una nueva resonancia: es lo que se intuye que está en juego, que muy probablemente se va a perder, pero que sin embargo hay que defender –como un león– hasta el último aliento: no sola ni principalmente por un comprensible instinto de supervivencia, sino porque está indeleblemente inscripta en toda una historia que debe ser defendida contra la barbarie.

En ningún momento se escucha, en esa escritura, ni una nota de arrepentimiento (que no es lo mismo que “autocrítica”), mucho menos de autoconmiseración: no se permite la indulgencia consigo mismo que hubiera significado salirse de su posición protagónica en el campo de batalla. Esa también es, para él, una cuestión de “estilo”: otra vez, el mismo estilo vital que lo sostiene en ese campo de batalla es el que le hace generar concepciones teóricas decisivas como el desarrollo desigual y combinado y la revolución permanente (que tantos bien poco simpatizantes de Trotsky usan incluso sin saber de dónde las sacaron: hasta ese grado ha fracasado su “borradura”). No son muchos los que en el siglo XX, incluso estando en una posición similar, han sido capaces de hacer algo así, y encima de regalarnos una gran escritura, ante la cual es imposible no conmocionarse cualquiera sea la opinión sobre posiciones políticas particulares. Después de la citada y magistral biografía de Deutscher (y a su manera, la de Victor Serge), no ha sido capaz de estar a esa altura ninguna de las biografías o novelas biográficas que nos han caído en la última década –y cabría preguntarse por este verdadero “síntoma” en el contexto de la feroz crisis mundial que está atravesando el capitalismo–: con la muy estimable excepción de la novela del cubano Leonardo Padura, las demás oscilan entre un estúpido odio reaccionario que lleva hasta la más delincuencial falsificación, y las tonterías apenas epidérmicas que insultan la inteligencia de cualquier lector mínimamente sensible.

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